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Cuentos

El Epitafio

El Epitafio


Eran ya las once de la mañana y Segismundo, de 33 años de edad, apenas se levantaba después de un insomnio que no lo dejó dormir hasta altas horas de la madrugada. Sin embargo, había aprovechado este tiempo para acumular en su libreta de puntos cada uno de los detalles de sus buenas obras y malas realizadas en el día. Su apestosa habitación era un lugar impenetrable para cualquier ser humano. No solamente estaba llena de obstáculos regados por el piso, como almohadas, zapatos, medias viejas con olor a pecueca, sino que estaba totalmente asegurada con tres candados de tres libras cada uno, además de cinco chapas que se exparcían a lo largo de la puerta y dos pasadores. Era un cuarto de más o menos 4X4 metros de longitud, sin ventanas y cuyas paredes estaban humedas y su color azul celeste se empezaba a descarachar, dejando a la vista extraños mapas de color gris. El lugar predilecto para el ritual nocturno de Segismundo, alejado del mundo, donde empezaba un extraordinario conteo de infinidad de puntos, numeros enteros, positivos y negativos, los cuales se obtenían según sus acciones diarias consideradas para él como benéficas o corruptas.

Después de todas las operaciones correspondientes realizadas en la noche de insomnio, Segismundo obtuvo como resultado gran cantidad de puntos positivos. Tal vez el haber ayudado a una anciana a cruzar la calle y haber limpiado la mierda de un perro frente a una iglesia lo habría beneficiado enormemente. Ahora, sentado frente a su mamá en la mesa de comedor, tenía la cantidad suficiente de puntos positivos para tratarla de una manera infame, como ella se lo merecía. Sobre la mesa, doña Ercilda sirvió una changua que sería el desayuno de su hijo, pero éste tuvo la repentina reacción de arrojársela en la cara y gritarle que no soportaba la Changua. –Afortunadamente no estaba caliente-. Doña Ercilda sólo pudo expresar disculpas a su hijo, pues ella no lo conocía muy bien, ya que éste vivió toda la vida con sus abuelos que hace poco habían fallecido en extrañas circunstancias en esa misma casa.

Segismundo tomó unos cuantos pesos que tenía en la billetera y se anotó 32 puntos negativos por arrojarle la changua a su mamá. Aun tenía varios puntos positivos que podría gastar en una acción malévola. No obstante, su gran interés era recolectar cientos de puntos positivos, los que más le fueran posibles, pues necesitaba muchos para hacerle la vida imposible a la pobre Ercilda. Al salir a la calle, Segismundo se dirigió a la cafetería más cercana para desayunar. Si con el estómago lleno era un ogro, cuando tenía hambre era peor que el diablo. No era conveniente para él sentirse con hambre, pues esto lo impulsaba a cometer actos descabellados y despreciables lo cual lo llenaba de puntos negativos.

Era muy natural en los domingos encontrarse borrachos deambulando por las calles del barrio Pergámino, que se distinguía por ser un lugar donde abundaban las cantinas, las prostitutas catanas, los indigentes y los ladrones. Era un barrio muy hostíl, cuyas casas conservaban un aspecto colonial, de ventanas pequeñas y balcones pequeños; con paredes hechas de barro y arcilla, pintadas con cal, generalmente blanca o azul; sus techos se componian de innumerables tejas de barro que se levantaban de forma triangular; calles agrietadas y viejas y un ambiente pesado que obligaba a sus habitantes a refugiarse en sus moradas. Segismundo tuvo la desgracia de criarse en dicho barrio, crecer en aquella casa vieja junto a sus dos abuelos que le inculcaron ideas absurdas como “el que reza y peca, empata” o “no hables nunca con extraños”, además de una sobreprotección exajerada que lo convirtieron en un imbécil, incompetente e inepto.

Se encontró en el medio día de aquel domingo a un borracho, recostado junto a una vieja pared a punto de vomitar y caer sobre el desgastado andén. Inmediatamente lo vió, a Segismundo se le ocurrió la idea de aprovecharse del pobre ebrio. La acción no se hizo esperar: lo arrojó al suelo, le pegó unas cuantas patadas y le quitó la ropa dejandolo completamente desnudo, despaturrado en el piso sin posibilidad de defensa, con mirada fija hacia el ardiente sol y lágrimas en los ojos. La risa por parte del maniático fue incontrolable, con esta acción perdería aproximadamente 23 puntos pero habrían valido la pena. Ahora si podría ir a desayunar tranquilamente y con satisfacción.

En la noche, Segismundo, alejado del mundo, se encontraba encerrado en su cuarto. No soportaba ver a su mamá y mientras ésta permanecía en casa, él se resguardaba para no verla. Escuchó que cerraron la puerta, seguramente Ercilda se había marchado a su trabajo a reunirse con otras prostitutas catanas en una de las cantinas del barrio, con hombres ebrios y repugnantes que buscaban la compañía de mujeres con iguales características a cambio de unos pocos pesos. Quizás esta era la razón por la cual Segismundo detestaba a su madre. No concebía que ella fuera una de esas mujeres de las que él se aprovechaba, acostándose con ellas y no pagándoles, obteniendo como resultado una buena golpiza y unos cuantos aruñetazos, incluso a veces hasta pinchazos con navajas.

Aprovechando la soledad de la noche, comenzó a realizar el conteo en su libreta la cual se llamaba El Epitafio. Todas las acciones realizadas en el día eran registradas con características detalladas y con un puntaje determinado. Los pensamientos obcenos sobre mujeres, el regar las plantas de la casa, sacar dinero del bolso de Ercilda, rezar un padrenuestro, todo llevaba un puntaje determinado. Al terminar las operaciones correpondientes, observó como resultado 68 puntos positivos. Segismundo se sentía aburrido y pensó que no estaría mal utilizar esos 68 puntos en las calles de la cálida ciudad. No tuvo que caminar mucho para llegar a la taberna de Jonás, donde Segismundo ya era reconocido por los clientes de ese sitio. Se sentó solo en una mesa y se tomó una botella de aguardiente, observando el comportamiento de las personas y cantando las canciones de Darío Gómez, El Charrito y otros ídolos del pueblo ebrio. Las copas fueron pasando y la segunda botella se fue vaciando, ya se empezaba a sentir ebrio, con la sensación necesaria de poder para hacer algo loco.

Se levantó de la mesa, se dirigió donde una pareja que se encontraba en un rincón y estaba en pleno romance y con mucho cinismo le pidió al hombre que le permitiera tocar un seno de su novia. De inmediato el hombre se levantó de la mesa y se formó una gran trifulca. El estado de embriaguéz ponía a Segismundo en una notable desventaja. Aquel hombre lo sarandeaba y lo golpeaba como a una marioneta de trapo pero él sólo se burlaba de la calvicie de su rival. Unos hombres que se encontraban en la taberna intervinieron en la riña y llevaron a Segismundo a la casa, luego buscaron a Ercilda para contarle el acontecimiento. El dolor de cabeza, la resequedad en la boca y los ojos moreteados fueron el resultado de la noche.

Segismundo hubiera preferido cualquier castigo, soportado el peor de los guayabos o tener que tolerar las atenciones de su mamá, pero no la pérdida de su Epitafio. Al enterarse de que lo había perdido en la riña de la noche anterior, la locura en su estado mental fue total. De inmediato se encerró en su habitación negándose por completo al más mínimo contacto con el mundo exterior. Su estado de ezquisofrenia fue aumentando conforme pasaban los días. No recibía comida, solo observaba las paredes de su habitación prestando mucha atención a cualquier irregularidad. El Epitafio era todo en su vida, sin él no podía vivir, era su guía, aquel que le indicaba como debía ser su comportamiento. Ya no tendría un equilibrio en sus acciones, pues no recordaba los datos que la libreta poseía.

Los recuerdos de su abuelita aparecían esporádicamente. Todas esas arrugas, los pocos dientes que poseía en su boca, el escaso cabello blanco, la arrugada mano entregándole una libreta llamada Epitafio cuando él solo tenía diez años y una voz ronca y temblorosa que le decía que ese era el objeto más importante en su vida, el cual lo guiaría por los caminos de la justicia y lo mantendría siempre en paz con Dios y con el Demonio: “el que peca y reza, empata. Nunca olvides eso hijo mio”. Era una tortura para Segismundo pensar que ya no tenía su guía, y el temor de ir a parar al infierno o peor aun, al cielo, lo transtornaba enormemente. Ercilda golpeaba constantemente la puerta de la habitación con mucha fuerza pero su hijo se negaba a abrirle. Acurrucado en una esquina del cuarto con una sabana en su cabeza, le gritaba que no hablaría con una prostituta porque eso le quitaría puntos. Los días pasaban y Segismundo no abría la puerta de su habitación, todos los candados y los pasadores estaban puestos para evitar cualquier posibilidad de que Ercilda entrara. Su aspecto empezaba a ser horrible, el no alimentarse y dormir poco comenzaban a hacer estragos en su apariencia física.

Una noche, un pequeño zumbido entorpecía su sueño e inevitablemente lanzó un manotaso para alejar al insecto. Recordó que tal vez habría lastimado al zancudo y de inmediato encendió la luz de la habitación. Su horror fue infinito al encontrar una mancha de sangre en su mano que le decía que le había quitado la vida. Su desesperación fue tal, que comenzó a darse contra las paredes y a maldecir su suerte. “No quiero ir al infierno, no quiero ir al infierno”. Gritaba con deseperación. Luego se arrodilló y empezó a orarle a Dios que le perdonara por asesinar al zancudo. Pensó que con esto no era suficiente y vio la necesidad de salir del cuarto para enmendar el daño. Al otro día, aprovechó la soledad en la casa a esa hora de la madrugada y muy silenciosamente abrió la puerta de su cuarto. Sólo se escuchaba el murmullo característico en las noches del barrio Pergámino que era la musica lejana de las cantinas. Abrió la nevera y se comió todo el queso, además se llevó unas provisiones para su cuarto.

Ercilda escuchó unos ruidos extraños en la cocina y se levantó para enterarse de lo que sucedía. Segismundo se disponia a darle de comer al gato cuando vio a su mamá en frente de él. De inmediato cayó exitado de rodillas haciendo cruces con sus dedos como si estuviera viendo al diablo. Ercilda trató de asercársele pero su hijo huyó despavorido rumbo a su cuarto a encerrarse para evitar cualquier contacto con su madre. Rápidamente aseguró la puerta, se arrojó a la cama y se puso una almohada sobre su cabeza para no escuchar la voz de Ercilda.

El comportamiento de Segismundo ya era muy preocupante para su mamá, quien buscó la ayuda de un siquiatra. Tuvo que pedir el favor a unos vecinos que derrumbaran la puerta para poder llevarlo a un manicomio. Internarlo era una gran solución, pero los vecinos de Ercilda no pudieron tumbar la puerta. Segismundo estaba muy atento a lo que sucedía y pensó que lo mejor era irse de aquel lugar, pues tarde o temprano lo sacarían de ahí. Ese fue el destino de Segismundo, alejado del mundo. Dejó aquella casa vieja para optar por la calle como su nuevo hogar. Allí, rodeado de indigentes consumidores de alucinógenos y porquerias en los basureros, comprendió que ya no necesitaría El Epitafio para vivir, pues en este lugar se vivia en el cielo y en el infierno al mismo tiempo.